
Cuando llegamos a clase el primer día siempre nos sentimos un poco cohibidos. Sabemos que treinta pares de ojos están posados sobre nosotros, analizando cada gesto que hacemos, confirmando así los rumores que circulan por el colegio acerca de nuestra persona. No es fácil ser profesor el primer día del curso.
El día anterior elegimos cuidadosamente la ropa que nos vamos a poner para tratar de causar la impresión exacta que queremos que los alumnos tengan de nosotros y por un día nos convertimos en el objetivo de todas las miradas y comentarios.
Pero no sólamente son los alumnos los que analizan al profesor. Nosotros, los profes, cuando entramos en el aula olisqueamos el ambiente y dejamos que todos nuestros sentidos se abran para dejar entrar en nuestro ser un torrente de sensaciones que nos revelen la verdadera identidad de la clase en cuestión.
A simple vista detectamos a las alumnas empollonas que no necesitarán nuestra atención pues harán los deberes incluso en aquellas ocasiones en que nos hayamos olvidado de pedirles que lo hicieran. Los vagos nos contemplan con su típica caída de ojos; los adulones vendrán sin faltar a la cita del final de clase para preguntarnos cualquier estupidez y contarnos algún problema personal que no queremos conocer; el inteligente que está por encima del bien y del mal nos mirará sin revelar sus pensamientos y el gracioso de turno aprovechará cualquier descuido para dejarse sentir y acariciar por las risitas nerviosas que su actuación provocará.
Un primer día que, si lo vivimos con los ojos del conocimiento bien abiertos, nos revelará mil detalles que podrían sernos útiles en clases posteriores. Detectar los elementos conflictivos es tarea fácil y conviene hacerlo desde el principio para así tener tiempo de aplicar un remedio rápidamente antes de que la situación no tenga vuelta atrás.
Y tú ¿qué encontraste?